Esta novela hace algo que echo de menos en mucha fantasía juvenil: toma muy en serio la experiencia íntima del miedo sin quitarle sitio a la maravilla. En lugar de lanzarte a golpes de efecto uno tras otro, te mete bajo la piel una mezcla de frío, ternura y vértigo que se siente real, como esa escena inaugural en la que una criatura se pierde entre sombras multiplicadas hasta que no sabe cuál es la suya. No hay violencia explícita ni morbo; hay un modo de poner en escena la amenaza que la vuelve casi atmosférica, una ética torcida que late en frases como «la vitalidad de este lugar es la clave», dicha por una presencia con ojos plateados que entiende el mundo en términos de energía disponible y obediencia debida. Ahí se oye de fondo la tesis del antagonismo y, con ella, el tipo de pregunta que empuja todo el libro: de qué se alimenta, en el fondo, la sombra.
La imaginería es un punto fuerte. Cuando el relato abre el plano, no lo hace a base de nombres propios sino de sensaciones. Un barrio de invierno se transforma, por un velo apenas perceptible, en su versión paralela: la nieve se vuelve hierba escarchada, el cielo mezcla lilas y turquesas, las casas conservan su estructura pero aparecen coronadas por flores de cristal como si alguien hubiera subido la saturación de lo vivo. Es una superposición sutil de dos capas de realidad que conviven sin notarse; algunos caminan ajenos al desfile de luces, otros cruzan de un lado al otro y dejan detrás un rastro de polvo dorado. La escena tiene ese tipo de belleza que no interrumpe nada y, sin embargo, te cambia el pulso.
La prosa trabaja en una tercera persona muy pegada, con respiración. Lo que importa no es sólo lo que pasa, sino cómo lo siente el cuerpo: la garganta que se cierra, el aire que se espesa, el temblor en las manos. Cuando la tensión sube, la escritura no se desordena; los movimientos son claros, casi coreográficos. Cuando baja, deja un espacio para escuchar lo que no se dice en voz alta. Es una narración que apuesta por sistemas y símbolos con asiento sensorial. El más sugerente, quizá, sea el de las Corrientes, hilos de luz que no son un mero adorno sino genealogías de conocimiento y memoria. Se explican con calma, con colores que remiten a territorios y pueblos, y con la idea de que «no se fuerzan»: te reconocen si perteneces, se entrenan si insistes, te afinan si escuchas. Esa serenidad, tan lejos del tópico del «poder» que se adquiere de golpe, da al mundo una lógica hospitalaria y exigente a la vez.

El mundo paralelo no se queda en postal. Se mueve. Contiene mensajes, mensajeros y pruebas que no son laberintos arbitrarios sino traducciones físicas de procesos interiores. Me gusta especialmente cómo el libro convierte una consigna —»Deja el mar en la tierra»— en una intervención sobre el paisaje: una concha desenterrada, un latido antiguo que pulsa en la mano, el desierto que se inunda hasta volverse laguna fértil. No se cuenta para presumir de inventiva, sino para decir que la materia responde cuando la nombramos con la palabra justa. El detalle de una luz verde que se estabiliza mientras otra, gris plateada, asoma apenas y se extingue, resume con delicadeza la ambivalencia que recorre todo el arco de aprendizaje.
Si la fantasía te interesa no solo por la evasión, sino por su capacidad de devolvernos al mundo con un matiz más afinado, aquí hay un viaje que funciona. Lo fantástico, lo doméstico y lo ritual se entrelazan con una naturalidad que evita tanto el manual de reglas como la prédica. Predomina la sensorialidad, esa brecha dulce entre lo que se ve y lo que no, y un ritmo que acelera cuando tiene sentido y desacelera cuando hace falta mirar. El resultado es una lectura con poso: te quedas con estampas —la calle encajando en otra capa del mismo barrio; la luz verde y plateada que se busca a sí misma; la laguna brotando donde habían dicho «desierto»— y con una brújula ética discreta que propone sostener la luz, pedir ayuda a tiempo y entrenar el músculo de la atención. Y esa, ya lo sabes, es la clase de verdad que uno agradece cuando cierra el libro y vuelve a cruzar su propia calle, con la sospecha de que quizá, apenas a un giro de mirada, también hay algo vibrando al otro lado.
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